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A veces extrañamos, pero no de manera racional, sino más prístina, nuestros brazos anhelan otro cuerpo, un calor ajeno, nuestra carne nos ruega volver a los sitios donde fuimos felices

Por Marlon Martínez Vela | 1:45 pm 2 febrero, 2023

Hace unas semanas empecé a releer “Por el camino de Swann”, el primer volumen de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust (1871-1922). Esta primera entrega la leí más o menos en el centenario de su publicación (1913). Resulta que esta obra maestra de la literatura francesa y universal se publicó en siete partes a lo largo de varios años, las últimas tres partes de manera póstuma. Algo me llamó la atención en esta relectura, quizá por eso decía Jorge Luis Borges que más que lecturas hay que hacer relecturas, porque de esta forma encontramos referencias, guiños, alusiones, que más jóvenes o que en la primera aproximación no percibimos.

Vivo relativamente cerca de unas vías del tren que, para mi desdicha, sobre todo cuando tengo prisa, suele atravesarse a deshoras, pero el sonido del silbato del ferrocarril me agrada bastante. Este sonido lo tengo muy presente de la primera lectura: el narrador escucha el silbato, por debajo de su puerta entra la luz del nuevo día y comienza a recordar. Así me siento cuando escucho este sonido, me sitúo en ese momento. No obstante, lo que me llamó la atención ahora fue la importancia que subraya el narrador en cuanto a la memoria del cuerpo.

Ahí recostado, en ese cuarto casi a oscuras en el que apenas entran una rendija de luz y los ruidos del exterior, subraya cómo su cuerpo ha recordado las diferentes posturas en las que ha dormido en esta cama, en otros sitios, de pronto es consciente de cómo su cuerpo se acomoda, se acurruca o se estira, recuerda la sensación de colchones más firmes o cojines más mullidos, algunas frazadas más ásperas o las sábanas de seda que se resbalan por las piernas, la melancólica memoria de la piel.

Por eso quizá, a veces extrañamos, pero no de manera racional, sino más prístina, nuestros brazos anhelan otro cuerpo, un calor ajeno, nuestra carne nos ruega volver a los sitios donde fuimos felices, aquellos en que el frío nos golpeaba el rostro o el calor de la arena nos acariciaba, tal vez las calles o los caminos donde nos mojaba la lluvia, probablemente el recuerdo de nuestro cuerpo meciéndose mientras mirábamos el atardecer.

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